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  • La Constituci n espa ola de

    2019-05-16

    La Constitución española de 1812 dispone bajo el nombre de América septentrional un territorio que desde California, Nuevo México y Texas hasta la Capitanía de Guatemala conforma una inmensa, compleja y rica estructura administrativa. Guatemala se separa poco antes de la jura de la Constitución de 1824; en ese momento “el federalismo hizo el milagro de mantener la integridad territorial y permitió que Chiapas se incorporara Bisindolylmaleimide V México en octubre de 1824” (Serrano Ortega; Vázquez: 407). A partir de allí se encarnizó la pugna interna entre los defensores del centralismo y los adeptos al federalismo (además, ciertamente, de los promotores de la monarquía). Unos y otros se alternan el mando, aunque ambos sin alcanzar brillo: Durante 1843 y 1844 destacan la separación de Yucatán, las amenazas de Texas, las difíciles negociaciones en el Congreso y las constantes revueltas contra la capitación (impuesto de un real mensual a todo varón de entre 16 y 60 años de edad). La desarticulación y la falta de acuerdo hacen que el ejercicio de mando sea poco más que ideal; la violencia y la ruina económica sumen al país en un estado de indefinición y desorden generalizado: hacia 1845, mismo año en que se publica el “Prospecto”, aquejan al país las intrigas internas y las amenazas externas. La prosecución de este paralelo cronológico resulta bastante elocuente: mientras en Valparaíso se imprimen los ejemplares del primer fascículo de la América poética (febrero de 1846), las tropas estadounidenses avanzan del Río Nueces (frontera de Texas y Coahuila) al Río Grande, lo que implica una afrenta, una invasión al territorio mexicano y, con ella, la respuesta que sirve de excusa para que el presidente James Polk declare la guerra a México. En junio de 1847 se publica la última entrega del volumen, con la cual se completa la antología; poco después, el 15 de septiembre, la bandera norteamericana ondea en el Palacio Nacional de México. En este contexto, la ausencia de colaboración mexicana se sobrentiende. Si uno de los rasgos que define el espíritu del tiempo en términos continentales es el ser esta una época eminentemente “política”, el atributo se convierte en la nota distintiva de México durante los años que nos ocupan. Con estos precedentes, es dable comprender, por un lado, el poco trato con los intelectuales del sur del continente (hecho que, de todos modos, persiste en condiciones más favorables), ensimismados como estaban los letrados mexicanos en los asuntos de Estado y ocupados en dar publicidad a sus ideas en la prensa local; y, por el otro, que Gutiérrez acuda a revistas —y no tanto a libros— a la hora de diversificar la nómina de autores mexicanos y colectar material que redunde en pluralidad y representación, imperativos de una antología hispanoamericana que se precia, como esta, de ser moderna e íntegra. En este sentido, con respecto a complement system la escasa factura de libros mexicanos y las dificultades que los autores hallan a la hora de imprimir, apunta Fernando Tola: A este pasaje añade Marco Antonio Campos una oportuna consideración: “no solo era una aventura editar un libro, sino era dramática la falta de lecturas en un país con una altísima tasa de analfabetismo” (594). A partir de ciertos pormenores en torno a la empresa que Ignacio Cumplido prepara hacia 1844, el Parnaso Mexicano, Fernando Tola infiere que los escritores mexicanos “tampoco estaban interesados en editar en libro sus escritos”, supone “que vivieron sepultados por la presión del periodismo, y en especial del periodismo cultural, y ellos mismos menospreciaron sus escritos”: “se pasaban el santo día escribiendo sin pensar jamás en reunir textos para publicar un libro” (cxxiii-v). En estas circunstancias, el auxilio de las publicaciones periódicas en el bloque mexicano es sustancial. Para compensar esta merma, las tres revistas que prestan composiciones son El Apuntador, El Museo Mexicano y El Recreo de las Familias. Las dos últimas destacan del cúmulo de lo que dio en llamarse “revistas literarias”, las cuales proliferaron a partir de la cuarta década del siglo xix (Suárez de la Torre: 14-15), por lo que estarían, en cierto modo, más cercanas al objeto de Xa. América poética. La primera, El Apuntador, pertenece a otro ámbito —vecino quizá, pero otro—: es una “revista especializada”, una “publicación artística dedicada a dar noticia de los trabajos teatrales, criticar las comedias, espectadores, actrices y actores, así como el estado físico de algunos teatros de la Ciudad de México” (Castro y Curiel: 28). La circunscripción de su público se corrobora en la posibilidad con que contaban los capitalinos de recibir su ejemplar en el asiento mismo del teatro cada martes por la noche. Con todo, cabe advertir que la tertulia teatral la componen exactamente los mismos personajes que, por un lado, asisten a los salones literarios. De El Apuntador, Gutiérrez toma tres poemas: “¡Una ilusión!” de Alejandro Arango, “Iturbide” de José María Lafragua (uno de sus fundadores y editores) y “Diez y seis de setiembre” de Andrés Quintana Roo. A esta última oda se asocia una fe de erratas aparecida algunos números después, pero Gutiérrez omite enmendar los yerros señalados. Este hecho permite conjeturar que El Apuntador no llegó completo (24 números en total) al compilador, sino solo números dispersos o, incluso, algunas páginas sueltas.